Escuelas Pobladoras
Experiencias educativas del movimiento de pobladoras y pobladores: La Victoria, Blanqueado y Nueva La Habana (Santiago, 1957-1973)
Camila Camila Silva Salinas
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Los grandes hechos que transforman el mundo, los que transcurren a la luz del día en las grandes y abarrotadas alamedas, son siempre precedidos por sucesos que transitan en la oscuridad de la vida cotidiana sin que sus protagonistas perciban la trascendencia de sus actos. Las revoluciones y los movimientos populares que se suelen citar como “históricos”, crecen y se desarrollan en tierras que han sido abonadas minuciosamente por decenas de pequeñas luchas, imperceptibles para quien no haya cultivado la sensibilidad para escucharlos y la humildad para situarlos en el lugar que se merecen.
Con los años hemos ido comprendiendo que atender sólo los hechos monumentales y masivos implica una mirada colonial y patriarcal, ya que esos espacios suelen ser protagonizados por varones bienhablados que, aunque pertenezcan a los sectores populares, se expresan con los modos del habla hegemónica, por lo que son requeridos y aceptados por los medios. Como destaca Immanuel Wallerstein, suelen ser los grandes “fracasos históricos” los que producen cambios duraderos, mientras los hechos monumentales a menudo relegitiman el orden sistémico que combaten.
Escuchar las voces menudas –las que no sobresalen ni por su brillantez ni por la claridad del análisis, emitidas por gentes que no hablan en público porque, sencillamente, sienten que no tienen nada importante que decir– requiere, en primer lugar, sensibilidad y compromiso. Artes que no se adquieren en la academia aunque, evidentemente, ésta aporta saberes imprescindibles para comprender la cultura de los de abajo como lo muestran, por mencionar apenas dos referencias ineludibles, los trabajos del historiador británico Edward P. Thompson y de su par chileno, Gabriel Salazar. La ya larga trayectoria de la historia social muestra que cuando se anudan compromiso político y lucidez analítica, se hace posible seguir el hilo rojo que vincula la vida cotidiana de los oprimidos con las grandes gestas populares. Y viceversa.
El libro de Camila Silva “Escuelas Pobladoras” encarna esa rara habilidad de tejer las conexiones entre el gran tapiz de las luchas colectivas y las más finas e imperceptibles hebras que le van dando forma y color al tejido. Sus páginas recorren el largo camino desde la “escuela redonda” de La Victoria, más de medio siglo atrás, hasta las luchas estudiantiles re-lanzadas en 2011, pasando por el “autobus-escuela” del campamento La Nueva Habana, durante el gobierno de Salvador Allende.
Durante largo tiempo Camila escuchó a los sujetos de esta historia, pobladores y pobladoras, cuyos testimonios han sido reflejados en este libro con esmero y respeto, pero sin complejos ni paternalismo, como corresponde a quien está comprometida on los protagonistas de las escuelas pobladoras. Esos testimonios se entretejen con la revisión de periódicos y revistas de cada época, con el aporte de material gráfico y una abundante bibliografía, para formar una apretada urdimbre donde unos y otros se combinan en una relación de complementariedad. Quiero decir que Camila no jerarquiza unos saberes sobre otros, los armoniza y recrea, como artesana, para destacar la energía transformadora de la experiencia pobladora.
Camila Silva no se conforma con los abundantes datos recogidos y se compromete con algunas preguntas, ciertamente incómodas. ¿Qué lugar ha tenido la escuela en el desarrollo del movimiento popular? ¿Por qué los pobladores levantaban escuelas y se empeñaban en que sus hijos acudieran a ellas? Es evidente que rechaza la teoría sobre la movilidad social, tan en boga para explicar los empeños de los diversos abajos, y se empeña por el contrario en visibilizar los “saberes subterráneos” que, como el viejo topo, hacen su trabajo debajo de la superficie para salir subrepticiamente a la luz del día, sorprendiendo a quienes nunca creyeron que, bajo tierra, existe germinalmente un mundo otro.
Para desenterrar esos saberes, Camila adopta diversas herramientas de análisis que entreteje en este hermoso y feliz trabajo. Eso le permite confirmar, a contracorriente del pensamiento hegemónico, que los sectores populares tienen su propia cultura y sus propias lógicas, y que no luchan por la enseñanza de sus hijos para repetir la biografía de las clases medias y medias altas, sino para afirmarse como lo que son: seres humanos dignos, autónomos y orgullosos aún en la pobreza.
Pensar que los pobres se miran en el espejo de los ricos, supone desvalorizarlos, además de no comprender nada –absolutamente nada– de la propia historia que nos regalan los oprimidos, y de modo muy particular los pobladores chilenos. Peor: pensar que pobreza y dignidad o emancipación son antónimos, es no sólo un grave error de apreciación sino adoptar un punto de vista elitista que renuncia a la auto-liberación de los oprimidos.
Cuando en la primera mitad del siglo XX los aymaras bolivianos lucharon por la escuela y la alfabetización de sus hijos, creando la maravillosa “escuela indigenal de Warisata”, en el altiplano cerca del lago Titicaca, lo hicieron para litigar en los juzgados de los blancos para recuperar las tierras robadas por los hacendados. Dominar el castellano era una cuestión de dignidad y autoestima, parte del proceso de lucha por la tierra y el territorio. Nada que ver con el manido ascenso social porque, aunque cueste creerlo, no aspiraban a “subir” en esa sociedad que los oprime, sino a consolidarse como indios e indias, para afirmar y sostener su diferencia.
Por eso las preguntas de Camila son tan necesarias como densas, porque no es posible encontrar las respuestas por fuera de los sujetos populares que le dieron vida a las escuelas pobladoras. Hoy podemos afirmar, en gran medida gracias a este trabajo y a los movimientos por la educación pasados y presentes, que la lucha por la escuela es parte de la conformación del sujeto poblador; no su negación, como sería el suponer que su principal empeño consiste en negarse como pobres de las periferias urbanas, para teñirse la conciencia de la otra cultura, precisamente la que los oprime.
¿Por qué las experiencias educativas de los pobladores no forman parte de la memoria emblemática del movimiento popular? Esta otra pregunta, igualmente demoledora que nos formula Camila, es mucho más subversiva de lo que parece, porque nos interpela a los militantes y a todos quienes estamos comprometidos con los movimientos populares, ya que muestra que la memoria tiene sus privilegios –coloniales y patriarcales, una vez más– dejando en la oscuridad experiencias como éstas, en general protagonizadas por mujeres pobres y sus hijos e hijas, a quienes el pensamiento crítico nunca había considerado “sujetas” del cambio político.
No me parece ninguna casualidad que Camila comience su libro con las luchas por la educación en torno a 2011. Nos enseña, sin dejar lugar para apelaciones, la relación entre las grandes luchas colectivas y la reactivación de la memoria, asegurando desde sus primeras líneas que los pobladores tienen “un proyecto de sociedad” que ponen en práctica, parcialmente claro, en las escuelas que levantan con sus manos y cementan con sus sueños. Este es uno de los mayores sacrilegios del trabajo de Camila Silva, que la conecta con lo mejor de la historia social y del pensamiento emancipatorio: tener la certeza que los oprimidos y oprimidas tienen un proyecto de larga duración, que comienzan a transitar apenas consiguen abrir grietas en el muro sellado de la dominación.
Pensamiento subversivo, donde los haya, porque coloca a cada quien en su lugar, y de modo muy particular a los profesionales del poder y a los del saber, induciéndolos a aceptar lo evidente: que los pobres tienen sus ideas, sus modos de formularlas y sus códigos para hacerlo que, si bien son diferentes, no son menos, ni más. “El proyecto histórico popular de vivir dignamente en la ciudad no fue formulado como una solicitud para ser presentada a las autoridades, sino como una tarea para realizar por sí mismos”, escribe Camila Silva. ¿Puede concebirse un rasgo más potente de autonomía política?
La politización de la escuela, que corre pareja con la politización del territorio, es una de las estrategias más notables que aparecen a lo largo de este trabajo. Hablamos, habla Camila, de una política diferente, no institucional, cincelada en clave comunitaria, labrada en la pobreza de la vida cotidiana que forzaba a los pobladores a pasar los mejores momentos de sus vidas en espacios colectivos, como nos recuerda Eric Hobsbawm. Vida cotidiana y colectiva que giran en torno a la reproducción, donde los valores de uso tienen más fuerza que los valores de cambio, algo que comprendimos mucho tiempo después gracias a la iluminación de las prácticas y pensamientos feministas.
Quizá la mejor síntesis de esa otredad territorial-educativa sea la redondez de la escuela original de La Victoria, una auténtica creación de abajo, una redondez que remite a las construcciones indias, pero también a los fogones y las cocinas de los sectores populares, donde las energías circulan en todas direcciones, sin un centro ordenador y jerárquico. Una redondez que recién medio siglo después se ha vuelto sentido común en los modos de convivir de algunos militantes. Redondez que anticipa las mejores prácticas de la educación popular que la sensibilidad de Camila coloca en el lugar correspondiente, sin explicaciones rebuscadas ni argumentos abstractos, atribuyendo el diseño (no predeterminado, por cierto) a la vocación comunitaria de los pobladores, con su capacidad de contener y abrazar que se conjugan en femenino.
Por último, lo más importante, el broche de luz que hizo posible este libro que es una notable contribución a una nueva escuela en una nueva sociedad: la autora. Camila Silva Salinas nació en una población cercana a La Legua, durante la dictadura, y vivió allí su infancia, su adolescencia y los primeros años de su ser adulto. No es un dato menor, sino la clave de bóveda que explica su biografía personal, sus opciones de vida y académicas. Camila pobladora e hija de pobladores, madre, docente, militante.
Desde ese lugar pudo destacar los valores que portaba la escuela redonda de La Victoria, sin colocar en primer lugar, pero sin obviar, las debilidades de su construcción. Hay ciertas cosas en la vida que sólo algunas sensibilidades –trabajadas a pura fuerza de voluntad– pueden captar; en este arte Camila brilla con luz propia y nos ilumina algunos senderos de la emancipación, diciéndonos que sí se puede, sí podemos.

Raúl Zibechi
Montevideo, enero de 2017

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Escuelas Pobladoras
Experiencias educativas del movimiento de pobladoras y pobladores: La Victoria, Blanqueado y Nueva La Habana (Santiago, 1957-1973)
Camila Camila Silva Salinas

Los grandes hechos que transforman el mundo, los que transcurren a la luz del día en las grandes y abarrotadas alamedas, son siempre precedidos por sucesos que transitan en la oscuridad de la vida cotidiana sin que sus protagonistas perciban la trascendencia de sus actos. Las revoluciones y los movimientos populares que se suelen citar como “históricos”, crecen y se desarrollan en tierras que han sido abonadas minuciosamente por decenas de pequeñas luchas, imperceptibles para quien no haya cultivado la sensibilidad para escucharlos y la humildad para situarlos en el lugar que se merecen.
Con los años hemos ido comprendiendo que atender sólo los hechos monumentales y masivos implica una mirada colonial y patriarcal, ya que esos espacios suelen ser protagonizados por varones bienhablados que, aunque pertenezcan a los sectores populares, se expresan con los modos del habla hegemónica, por lo que son requeridos y aceptados por los medios. Como destaca Immanuel Wallerstein, suelen ser los grandes “fracasos históricos” los que producen cambios duraderos, mientras los hechos monumentales a menudo relegitiman el orden sistémico que combaten.
Escuchar las voces menudas –las que no sobresalen ni por su brillantez ni por la claridad del análisis, emitidas por gentes que no hablan en público porque, sencillamente, sienten que no tienen nada importante que decir– requiere, en primer lugar, sensibilidad y compromiso. Artes que no se adquieren en la academia aunque, evidentemente, ésta aporta saberes imprescindibles para comprender la cultura de los de abajo como lo muestran, por mencionar apenas dos referencias ineludibles, los trabajos del historiador británico Edward P. Thompson y de su par chileno, Gabriel Salazar. La ya larga trayectoria de la historia social muestra que cuando se anudan compromiso político y lucidez analítica, se hace posible seguir el hilo rojo que vincula la vida cotidiana de los oprimidos con las grandes gestas populares. Y viceversa.
El libro de Camila Silva “Escuelas Pobladoras” encarna esa rara habilidad de tejer las conexiones entre el gran tapiz de las luchas colectivas y las más finas e imperceptibles hebras que le van dando forma y color al tejido. Sus páginas recorren el largo camino desde la “escuela redonda” de La Victoria, más de medio siglo atrás, hasta las luchas estudiantiles re-lanzadas en 2011, pasando por el “autobus-escuela” del campamento La Nueva Habana, durante el gobierno de Salvador Allende.
Durante largo tiempo Camila escuchó a los sujetos de esta historia, pobladores y pobladoras, cuyos testimonios han sido reflejados en este libro con esmero y respeto, pero sin complejos ni paternalismo, como corresponde a quien está comprometida on los protagonistas de las escuelas pobladoras. Esos testimonios se entretejen con la revisión de periódicos y revistas de cada época, con el aporte de material gráfico y una abundante bibliografía, para formar una apretada urdimbre donde unos y otros se combinan en una relación de complementariedad. Quiero decir que Camila no jerarquiza unos saberes sobre otros, los armoniza y recrea, como artesana, para destacar la energía transformadora de la experiencia pobladora.
Camila Silva no se conforma con los abundantes datos recogidos y se compromete con algunas preguntas, ciertamente incómodas. ¿Qué lugar ha tenido la escuela en el desarrollo del movimiento popular? ¿Por qué los pobladores levantaban escuelas y se empeñaban en que sus hijos acudieran a ellas? Es evidente que rechaza la teoría sobre la movilidad social, tan en boga para explicar los empeños de los diversos abajos, y se empeña por el contrario en visibilizar los “saberes subterráneos” que, como el viejo topo, hacen su trabajo debajo de la superficie para salir subrepticiamente a la luz del día, sorprendiendo a quienes nunca creyeron que, bajo tierra, existe germinalmente un mundo otro.
Para desenterrar esos saberes, Camila adopta diversas herramientas de análisis que entreteje en este hermoso y feliz trabajo. Eso le permite confirmar, a contracorriente del pensamiento hegemónico, que los sectores populares tienen su propia cultura y sus propias lógicas, y que no luchan por la enseñanza de sus hijos para repetir la biografía de las clases medias y medias altas, sino para afirmarse como lo que son: seres humanos dignos, autónomos y orgullosos aún en la pobreza.
Pensar que los pobres se miran en el espejo de los ricos, supone desvalorizarlos, además de no comprender nada –absolutamente nada– de la propia historia que nos regalan los oprimidos, y de modo muy particular los pobladores chilenos. Peor: pensar que pobreza y dignidad o emancipación son antónimos, es no sólo un grave error de apreciación sino adoptar un punto de vista elitista que renuncia a la auto-liberación de los oprimidos.
Cuando en la primera mitad del siglo XX los aymaras bolivianos lucharon por la escuela y la alfabetización de sus hijos, creando la maravillosa “escuela indigenal de Warisata”, en el altiplano cerca del lago Titicaca, lo hicieron para litigar en los juzgados de los blancos para recuperar las tierras robadas por los hacendados. Dominar el castellano era una cuestión de dignidad y autoestima, parte del proceso de lucha por la tierra y el territorio. Nada que ver con el manido ascenso social porque, aunque cueste creerlo, no aspiraban a “subir” en esa sociedad que los oprime, sino a consolidarse como indios e indias, para afirmar y sostener su diferencia.
Por eso las preguntas de Camila son tan necesarias como densas, porque no es posible encontrar las respuestas por fuera de los sujetos populares que le dieron vida a las escuelas pobladoras. Hoy podemos afirmar, en gran medida gracias a este trabajo y a los movimientos por la educación pasados y presentes, que la lucha por la escuela es parte de la conformación del sujeto poblador; no su negación, como sería el suponer que su principal empeño consiste en negarse como pobres de las periferias urbanas, para teñirse la conciencia de la otra cultura, precisamente la que los oprime.
¿Por qué las experiencias educativas de los pobladores no forman parte de la memoria emblemática del movimiento popular? Esta otra pregunta, igualmente demoledora que nos formula Camila, es mucho más subversiva de lo que parece, porque nos interpela a los militantes y a todos quienes estamos comprometidos con los movimientos populares, ya que muestra que la memoria tiene sus privilegios –coloniales y patriarcales, una vez más– dejando en la oscuridad experiencias como éstas, en general protagonizadas por mujeres pobres y sus hijos e hijas, a quienes el pensamiento crítico nunca había considerado “sujetas” del cambio político.
No me parece ninguna casualidad que Camila comience su libro con las luchas por la educación en torno a 2011. Nos enseña, sin dejar lugar para apelaciones, la relación entre las grandes luchas colectivas y la reactivación de la memoria, asegurando desde sus primeras líneas que los pobladores tienen “un proyecto de sociedad” que ponen en práctica, parcialmente claro, en las escuelas que levantan con sus manos y cementan con sus sueños. Este es uno de los mayores sacrilegios del trabajo de Camila Silva, que la conecta con lo mejor de la historia social y del pensamiento emancipatorio: tener la certeza que los oprimidos y oprimidas tienen un proyecto de larga duración, que comienzan a transitar apenas consiguen abrir grietas en el muro sellado de la dominación.
Pensamiento subversivo, donde los haya, porque coloca a cada quien en su lugar, y de modo muy particular a los profesionales del poder y a los del saber, induciéndolos a aceptar lo evidente: que los pobres tienen sus ideas, sus modos de formularlas y sus códigos para hacerlo que, si bien son diferentes, no son menos, ni más. “El proyecto histórico popular de vivir dignamente en la ciudad no fue formulado como una solicitud para ser presentada a las autoridades, sino como una tarea para realizar por sí mismos”, escribe Camila Silva. ¿Puede concebirse un rasgo más potente de autonomía política?
La politización de la escuela, que corre pareja con la politización del territorio, es una de las estrategias más notables que aparecen a lo largo de este trabajo. Hablamos, habla Camila, de una política diferente, no institucional, cincelada en clave comunitaria, labrada en la pobreza de la vida cotidiana que forzaba a los pobladores a pasar los mejores momentos de sus vidas en espacios colectivos, como nos recuerda Eric Hobsbawm. Vida cotidiana y colectiva que giran en torno a la reproducción, donde los valores de uso tienen más fuerza que los valores de cambio, algo que comprendimos mucho tiempo después gracias a la iluminación de las prácticas y pensamientos feministas.
Quizá la mejor síntesis de esa otredad territorial-educativa sea la redondez de la escuela original de La Victoria, una auténtica creación de abajo, una redondez que remite a las construcciones indias, pero también a los fogones y las cocinas de los sectores populares, donde las energías circulan en todas direcciones, sin un centro ordenador y jerárquico. Una redondez que recién medio siglo después se ha vuelto sentido común en los modos de convivir de algunos militantes. Redondez que anticipa las mejores prácticas de la educación popular que la sensibilidad de Camila coloca en el lugar correspondiente, sin explicaciones rebuscadas ni argumentos abstractos, atribuyendo el diseño (no predeterminado, por cierto) a la vocación comunitaria de los pobladores, con su capacidad de contener y abrazar que se conjugan en femenino.
Por último, lo más importante, el broche de luz que hizo posible este libro que es una notable contribución a una nueva escuela en una nueva sociedad: la autora. Camila Silva Salinas nació en una población cercana a La Legua, durante la dictadura, y vivió allí su infancia, su adolescencia y los primeros años de su ser adulto. No es un dato menor, sino la clave de bóveda que explica su biografía personal, sus opciones de vida y académicas. Camila pobladora e hija de pobladores, madre, docente, militante.
Desde ese lugar pudo destacar los valores que portaba la escuela redonda de La Victoria, sin colocar en primer lugar, pero sin obviar, las debilidades de su construcción. Hay ciertas cosas en la vida que sólo algunas sensibilidades –trabajadas a pura fuerza de voluntad– pueden captar; en este arte Camila brilla con luz propia y nos ilumina algunos senderos de la emancipación, diciéndonos que sí se puede, sí podemos.

Raúl Zibechi
Montevideo, enero de 2017

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