Por María Emilia Tijoux[1]
Dedicado a Luciano Carrasco Mora
Muy buenas tardes.
Agradezco esta hermosa invitación a participar del lanzamiento del libro: “Disparar a matar. Cuentos de perdigones y terror verde” compilado por Gianfranco Rolleri y publicado por Editorial Quimantú.
Son 28 voces, 28 puntos de vista, 28 cuerpos y 28 emociones las que se presentan en este conjunto de textos e ilustraciones que advierten de sensibilidades apiladas que dan cuenta de la política presente en las luchas sociales de estos últimos años, cuando la rebelión sacó de las cenizas las brasas que siempre crepitaron en una historia que necesita ser rememorada.
He intentado tejer algo proveniente de lo leído anudando los relatos. No podría dejar ninguno fuera porque todos remecen al mostrar la violencia política visualizada en uniformes, patrullas, personajes y fantasmas. Lo que diré no tiene pretensión. Solo busca agradecer que me abran la puerta y me lleven a otros tiempos similares a los de hoy por la continuidad de una fuerza que lleva a continuar las luchas cuando el castigo se ha perfeccionado y refinado.
El Ronald surge en la doblez cínica de su personaje y en su profundo deseo de venganza patriótica contra quien, por un breve instante, pensó que podría confiar en su gesto amable para luego ser atrapado por su cólera. Pero Nahuel llega para erigirse como la contrafigura de ese Ronald que ama ser policía, al estremecerse y vibrar por los suyos en el Wallmapu y que, al igual que en el relato anterior, tiene un encuentro con quien lo ataca para cruzar su mirada hasta caer con el disparo. Siento tan cerca el relato de la chica baleada que sangra y me pregunto si se trata de un sueño o de una realidad y me conduce a otros tiempos, a una celda a la espera de una cobija, al deseo del baño, de secar heridas. Pero todo se revierte, la chica regresa de la muerte y encierra al carcelero. Toda mazmorra presenta una realidad de muerte, como aquella del hombre colgado de tez violácea que nos interpela dando cuenta de quien es y de quien era. Pero también nos habla del frío, del espantoso frío de una celda, mientras afuera se esgrime el bien del país que sale de la boca de un padre carabinero.
Un relato de amistad arroja la ternura forjada en la miseria entre Pancho, Tito y sus entrañables compañeros que calientan sus inviernos dejando ver historias que nadie imagina porque son cuerpos que nadie ve y menos aún sus historias. Las aguas lloran viendo a Canela inerte, porque otra vez son ellos y de nuevo está su furia. Nuevamente, como lo vive Daniela cuando intenta escapar del caos para llegar a su casa hasta encontrarse con el militar que la apunta para susurrarle que es un infiltrado y retenerla, lanzarla al fuego del supermercado y luego fotografiarse para Instagram.
La pesadilla va en aumento y se hace manifiesta en el fantasma del asesinado que intentaron ocultar. En una comisaría. Unos policías. Pero esta vez la persecución viene de los muertos a través de un cuerpo de ojos vacíos y tos seca del hombre que perdía perdón mientras apretaba la garganta del uniformado. Pero no todos los uniformes son verdes y como sabemos, el rojo asusta y confunde cuando acompañado de una boina se juega la idea de provocación de un niño que recibe el golpe por algo que no entiende. Porque el golpe siempre llega, aunque sea por nada, por ejemplo, porque un grupo de jóvenes que jugó a la infancia quiso jugar a las bolitas y por eso los castigaron.
Solo que los Golpes también se escriben con mayúsculas como cuando Nacho recuerda al abuelo que probablemente yazca en el fondo del mar amarrado a un riel y bueno, es difícil que un nieto pase de largo por esa historia cuando hay rebelión y es viernes y golpean al amigo hasta dejarlo sin vida, pero viviendo. Un relato de puro cuerpo de cansancio huidas heridas donde se mide el tiempo que queda.
Y sí. Siempre hay un día del carabinero. Tiene canto, marchas y algarabía. Regalos y enseñanzas que visten a los niños para dirigir el tránsito, inventándoles una efímera felicidad. Mientras tanto otros niños han aprendido que tras ellos hay crueldad. Porque hay realidades, más allá de toda ficción. Y porque hay niños. Y por lo general, los niños no mienten. Andrés es un niño y les gustan las lagartijas, aunque entremedio de sus juegos escucha sobre cepos, traumas, denuncias y torturas. Y así, de su terror, surge el coraje. Sí. Es extraño, aunque tal vez ustedes lo saben, pues con el miedo se produce un amargor que alerta al cuerpo y lo mantiene atento como si fuera una máquina.
Sucedió así en Maipú, en la plaza, en un encuentro entre un joven y su amigo de años mientras en medio de la protesta se reventaba una cortina abriendo una polémica a la que seguía la represión. El miedo mezcla todo, pero da fuerza, incluso la fuerza inversa del miedo al “comunismo” que ofuscó a Belinda, la viuda triste de un policía violador que detestaba a los jóvenes al punto de buscar el modo de emboscarlos y matar a alguno y conseguir la calma lejos de su bullicio festivo. Pero el final la enloquece y le da vuelta el plan. Pero les dejo leer ese final brutal. Hay que leer la historia y buscar en la parte alta de Coquimbo. Y seguir buscando lo ocurrido con los asesinatos, como el de René que lo mataron en la calle y que los uniformados tiraron a un supermercado en llamas para ocultar su crimen.
El miedo está presente. Correr y caer de un puente, por ejemplo. En pleno centro. Pero no se trata solo de correr y de caer sino de correr y ser lanzado al vacío. ¿Intento de asesinato? Caer y ser lanzado, por supuesto, no es lo mismo. Es lo que puede ocurrir porque ocurre. Es también el miedo en la espera de ser golpeado o de observar el castigo de los demás, sentir los gritos para saber que gritaremos. O cuando nadie dice nada. Porque el silencio y la indiferencia ante el crimen existen.
Como la ceguera, los golpes que paralizan, la acumulación de heridos y la solidaridad que surge de la conciencia y de los incendios que borran huellas y al mismo tiempo la difusión de noticias falsas. El deseo de muerte va mas allá del odio contra quienes se han construido como enemigos y está en las mismas casas donde viven los golpeadores que han sido formados para matar y que atacan a sus propias mujeres y a sus propios hijos.
El castigo al cuerpo no es nuevo, se ha incorporado en la educación policial desde hace mucho, para maltratar a quienes la sociedad supone deben ser maltratados para rápidamente mostrar esa violencia cuando hay una marcha, una protesta, una huelga.
Pero el final de este libro nos espera con algo sorprendente cuando la maldad es capturada y los hechos se dan vuelta contra el hombre malo que supone tener poder sobre lo que le rodea. Porque del otro lado –deesteotrolado– también hay cuidado y también hay defensa. Como lo que le ocurrió a Ortiz.
Matar -escrito en la tapa de este texto- es el verbo más exacto para referir al terror. Morir para matarse. Porque la historia de sufrimiento se hizo insoportable para ese joven, es brutal. Fue en la madrugada del 12 de noviembre de 2002 que Luciano Carrasco Mora se quitó la vida. Llevaba la mochila del asesinato de su padre, pero nunca pensamos que tomaría esa decisión. Nadie sabe bien. Pero así fue. Nos queda su lucha en la Angela Davis y en otros territorios donde participaba junto a la Herminia Concha Gálvez. Nos queda su risa y su tremendo compromiso. Nos queda su trabajo. Y sobre todo su sonrisa.
La historia tiene tiempos distintos a los del reloj. Pero solo si logramos atraparla en la verticalidad de sus deslices.
[1] Profesora titular de Sociología en la Universidad de Chile. Directora de la Revista Actuel Marx Intervenciones.
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El sábado 13 de noviembre lanzamos la nueva antología de cuentos “Disparar a Matar: Cuentos de perdigones y terror verde” en la Toma del INDH, actividad que contó también con la participación de la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular y fue convocada por la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios, ACES-Chile, Asamblea Territorial Empart y Editorial Quimantú.