El tango de Edipo
Mario Rojas
Card image cap

Esta novela ganó una mención honrosa en el Premio Municipalidad de Santiago en 1992. Su protagonista, Pablo Figueroa, nos cuenta su historia personal, de una persona joven al momento del golpe y sus vicisitudes, hasta nuestros días, y de reojo vemos como ha ido cambiando Chile en ese lapso.

 

Tengo la maldita tendencia a vivir presentándome a los demás como un gran decadente y un mediocre. Como si aquello fuera muy meritorio. Puede ser una deformación valórica de juventud, algo así. Quién sabe.

Es como si ser “perdedor asumido” fuera mejor que ser un aspirante a ganador si talento.

Experto en deslizar socialmente que el reconocimiento público me da lo mismo, que no soy vanidoso ni me creo mucho el cuento, que la cosa “va por otro lado”. O que he logrado apenas dos o tres cosas pero que no  me aflijo, chileno tranquilo, sencillito no ma’. Buen tipo. ¡No me soporto, soy un asco!

Soy desordenado, bastante flojo, poco audaz… No sé si “decadente”. Aunque con el tiempo he convencido a varios que sí lo soy.

Qué insólito, pronuncio aquello casi con orgullo. Como si ser decadente diera algún tipo de estatus.

Para completar mi autotraición, entre dudas y decepciones he ido constatando que en realidad soy apenas un pobre mediocre. Pobre, porque no me da para mediocre propiamente. Claro, y es que mi mediocridad en definitiva es pose, porque si bien es cierto que soy bastante mediocre, no soy el gran mediocre que pretendo ser. Es decir, soy un mediocre bastante mediocre, lo que a fin de cuentas es lo peor que le puede pasar a un mediocre.

Para muestra un botón, detrás de este ridículo despliegue de autocompasión seguramente subyace la idea de mostrarme como alguien relajado y honesto, que va de artista por la vida, metiéndome con temas profundos, que en cualquier momento se va a poner a asociar su realidad con la decadencia de occidente, o algo parecido. Y no es así -ni siquiera-, en mi vida lo verdaderamente profundo no existe. La vida doméstica es lo mío: los libros con un plumero, bueno, y fumando marihuana. Tal vez los únicos momentos en los que alcanzo ciertas profundidades reflexivas es después de un buen canuto. Con los años, cada vez más brumosas reflexiones, eso sí.

¿Para qué escribes estas cosas? me dijo un amigo que escribe bien, y yo admiro. En vez de preguntarme qué quiero decir o discrepar en algún punto. No, simplemente: ¿para qué escribes estas cosas? Es una pregunta que contiene una opinión, me parece a mí.

Me dio vergüenza preguntarle qué quería decir. Es decir, me dio terror que me pudiera herir profundamente. Sólo me deprimí. Claro, la tenaz, la fiel compañera de ruta, la putísima y siempre renovada depresión.

Pude haberme refugiado en el perdedor asumido y sobrellevarlo cómodamente: “tienes razón, algún día voy a parar, es simplemente el ocio que a uno lo hace botarse a artista…”; o haber citado a algún referente, dejar sentado que relatar la propia vida es un acto que siempre vale la pena, apabullarlo con citas, informarlo, convencerlo que no estoy loco, ni tan solo, que tal vez pertenezco a una “corriente”; pude simplemente haberlo mandado a freír monos, demolerlo con mi discurso resentido: “mira, hay tipos que escriben huevadas más insensatas y menos artísticas, en forma compulsiva, sin parar, y la gente los mira como grandes profetas. Claro, porque han ido a buenos colegios, y mejores universidades, les heredaron un par de casas cómodas y desde niños los hicieron sentir que cada cosa que hacían o decían era muy importante para la humanidad, algo propio de un genio… ¡No es mi caso, naturalmente, entiendes! Nadie supo interpretarme, todo es culpa de la puta sociedad en que vivimos y la falta de oportunidades…”

No, por suerte no me fui en esa.

Porque, se me olvidaba, también soy un resentido social, ese papel me acomoda bastante bien. Más aún, creo que cuando escribo desde esa mirada, brillo con luz propia.

Por último, nunca termino de manera definitiva nada de lo que comienzo, no sé cómo cerrar un capítulo y quedar satisfecho. Este prólogo no es la excepción, y la historia que aquí se relata menos. Seguramente la corregiré mientras viva… perdón, mientras pueda… es decir… (¿qué querré decir?)…

Pablo Figueroa

 

Décimas para el libro de Mario Rojas (hijo)

Mario Rojas fue mi amigo / buen cantor y guitarrero / un hombre franco, sincero / por algo yo se los digo. / Más limpio que’l limpio trigo / trinaba bien con su guitarra. / Conoció a todos los Parra / en la calle Matucana. / Se juntaba en las mañanas / con el Tío Roberto Parra.

De tal palo tal astilla / no conoce la congoja / el hijo de Mario Rojas / su vida es muy sencilla / escribe de maravilla
en las noches solitarias. / En sus letras las canarias / hacen su nido trinando / el guitarrón afinando / canta hasta por Candelaria.

Firmeza son los vocablos / el viento no los deshoja / el libro de Mario Rojas / lo leyó el mismo diablo. / Que diga don Pedro Pablo / usted que es hombre letra’o / está muy bien relata’o / con sentimiento profundo / yo le doy en este mundo / un siete por lo conta’o.

Roberto Parra Sandoval, octubre de 1990

 

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El tango de Edipo
Mario Rojas

Esta novela ganó una mención honrosa en el Premio Municipalidad de Santiago en 1992. Su protagonista, Pablo Figueroa, nos cuenta su historia personal, de una persona joven al momento del golpe y sus vicisitudes, hasta nuestros días, y de reojo vemos como ha ido cambiando Chile en ese lapso.

 

Tengo la maldita tendencia a vivir presentándome a los demás como un gran decadente y un mediocre. Como si aquello fuera muy meritorio. Puede ser una deformación valórica de juventud, algo así. Quién sabe.

Es como si ser “perdedor asumido” fuera mejor que ser un aspirante a ganador si talento.

Experto en deslizar socialmente que el reconocimiento público me da lo mismo, que no soy vanidoso ni me creo mucho el cuento, que la cosa “va por otro lado”. O que he logrado apenas dos o tres cosas pero que no  me aflijo, chileno tranquilo, sencillito no ma’. Buen tipo. ¡No me soporto, soy un asco!

Soy desordenado, bastante flojo, poco audaz… No sé si “decadente”. Aunque con el tiempo he convencido a varios que sí lo soy.

Qué insólito, pronuncio aquello casi con orgullo. Como si ser decadente diera algún tipo de estatus.

Para completar mi autotraición, entre dudas y decepciones he ido constatando que en realidad soy apenas un pobre mediocre. Pobre, porque no me da para mediocre propiamente. Claro, y es que mi mediocridad en definitiva es pose, porque si bien es cierto que soy bastante mediocre, no soy el gran mediocre que pretendo ser. Es decir, soy un mediocre bastante mediocre, lo que a fin de cuentas es lo peor que le puede pasar a un mediocre.

Para muestra un botón, detrás de este ridículo despliegue de autocompasión seguramente subyace la idea de mostrarme como alguien relajado y honesto, que va de artista por la vida, metiéndome con temas profundos, que en cualquier momento se va a poner a asociar su realidad con la decadencia de occidente, o algo parecido. Y no es así -ni siquiera-, en mi vida lo verdaderamente profundo no existe. La vida doméstica es lo mío: los libros con un plumero, bueno, y fumando marihuana. Tal vez los únicos momentos en los que alcanzo ciertas profundidades reflexivas es después de un buen canuto. Con los años, cada vez más brumosas reflexiones, eso sí.

¿Para qué escribes estas cosas? me dijo un amigo que escribe bien, y yo admiro. En vez de preguntarme qué quiero decir o discrepar en algún punto. No, simplemente: ¿para qué escribes estas cosas? Es una pregunta que contiene una opinión, me parece a mí.

Me dio vergüenza preguntarle qué quería decir. Es decir, me dio terror que me pudiera herir profundamente. Sólo me deprimí. Claro, la tenaz, la fiel compañera de ruta, la putísima y siempre renovada depresión.

Pude haberme refugiado en el perdedor asumido y sobrellevarlo cómodamente: “tienes razón, algún día voy a parar, es simplemente el ocio que a uno lo hace botarse a artista…”; o haber citado a algún referente, dejar sentado que relatar la propia vida es un acto que siempre vale la pena, apabullarlo con citas, informarlo, convencerlo que no estoy loco, ni tan solo, que tal vez pertenezco a una “corriente”; pude simplemente haberlo mandado a freír monos, demolerlo con mi discurso resentido: “mira, hay tipos que escriben huevadas más insensatas y menos artísticas, en forma compulsiva, sin parar, y la gente los mira como grandes profetas. Claro, porque han ido a buenos colegios, y mejores universidades, les heredaron un par de casas cómodas y desde niños los hicieron sentir que cada cosa que hacían o decían era muy importante para la humanidad, algo propio de un genio… ¡No es mi caso, naturalmente, entiendes! Nadie supo interpretarme, todo es culpa de la puta sociedad en que vivimos y la falta de oportunidades…”

No, por suerte no me fui en esa.

Porque, se me olvidaba, también soy un resentido social, ese papel me acomoda bastante bien. Más aún, creo que cuando escribo desde esa mirada, brillo con luz propia.

Por último, nunca termino de manera definitiva nada de lo que comienzo, no sé cómo cerrar un capítulo y quedar satisfecho. Este prólogo no es la excepción, y la historia que aquí se relata menos. Seguramente la corregiré mientras viva… perdón, mientras pueda… es decir… (¿qué querré decir?)…

Pablo Figueroa

 

Décimas para el libro de Mario Rojas (hijo)

Mario Rojas fue mi amigo / buen cantor y guitarrero / un hombre franco, sincero / por algo yo se los digo. / Más limpio que’l limpio trigo / trinaba bien con su guitarra. / Conoció a todos los Parra / en la calle Matucana. / Se juntaba en las mañanas / con el Tío Roberto Parra.

De tal palo tal astilla / no conoce la congoja / el hijo de Mario Rojas / su vida es muy sencilla / escribe de maravilla
en las noches solitarias. / En sus letras las canarias / hacen su nido trinando / el guitarrón afinando / canta hasta por Candelaria.

Firmeza son los vocablos / el viento no los deshoja / el libro de Mario Rojas / lo leyó el mismo diablo. / Que diga don Pedro Pablo / usted que es hombre letra’o / está muy bien relata’o / con sentimiento profundo / yo le doy en este mundo / un siete por lo conta’o.

Roberto Parra Sandoval, octubre de 1990

 

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Mario Rojas

(Santiago de Chile, 24 de junio de 1951) es un escritor, músico, compositor, productor y cantor chileno, que ha realizado un valioso rescate de la música popular chilena urbana, sobre todo de la cueca, sonido que ha ayudado a difundir y mantener presente gracias a sus diversas grabaciones solistas, con la creación del sitio www.cuecachilena.cl y el único documental que alcanzó a ser registrado con la formación original del grupo “Los Chileneros”, entre otros trabajos.
Fue integrante fundador del grupo “De Kiruza”, y desde los años noventa anima una intermitente carrera de cantautor solista. Sus composiciones abarcan géneros diversos, aunque unidas siempre por una lectura afectuosa y sensible a la (a veces) absurda vida del ciudadano medio en una urbe cuya lógica no siempre comprende (son elocuentes títulos como “Un desastre de galán” o “Pegadito a la ventana de la micro”). Ha sido, además, un gestor importante en otros ámbitos culturales, con experiencia en montajes de teatro, literatura y la redacción principal de Trauko, la legendaria revista chilena de comics.
Ha grabado seis discos y ha tenido destacada participación en festivales nacionales como el Festival de Viña y el Festival del Huaso de Olmué, en el cual ganó el primer lugar en la edición 2011 con la canción “Ave de luz”.

 

Y tú, ¿Qué dices?